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domingo, 10 de diciembre de 2017

El poder de los hábitos por Charles Duhigg

La mayor parte de las decisiones que tomamos a diario pueden parecernos producto de una forma reflexiva de tomar decisiones, pero no es así. Son hábitos. Y aunque cada hábito no tiene mucha importancia en sí mismo, con el tiempo, las comidas que pedimos, lo que decimos a nuestros hijos cada noche, si ahorramos o gastamos, la frecuencia con que hacemos ejercicio y el modo en que organizamos nuestros pensamientos y rutinas de trabajo tienen un profundo impacto en nuestra salud, productividad, seguridad económica y felicidad. Los hábitos empiezan sin que nos demos cuenta, se instalan inadvertidamente y para cuando queremos librarnos de ellos se han convertido en rutinas inamovibles. A veces surgen de un gesto cotidiano, como la sensación de relax que sentimos al llegar a casa y encender la tele. En ocasiones, se trata de hábitos inducidos, como usar dentífrico para cepillarse los dientes o utilizar ambientador. Decidido a desentrañar la psicología y la neurología de nuestros hábitos más arraigados, Charles Duhigg recurre a los más recientes descubrimientos en materia cerebral para mostrar a los lectores cómo llegar a dominar los resortes que definen nuestras costumbres. El libro ofrece explicaciones sobre los hábitos, su formación y su gestión en el ámbito personal, empresarial y de las sociedades. 


El bucle de habito.- Los hábitos, según los científicos, surgen porque el cerebro siempre está buscando una forma de ahorrar esfuerzo. Si dejamos que utilice sus mecanismos, el cerebro intentará convertir casi toda rutina en un hábito, porque los hábitos le permiten descansar más a menudo. Este instinto de ahorrar energía es una gran ventaja. Un cerebro eficiente nos permite dejar de pensar constantemente en las conductas básicas, como caminar y decidir qué vamos a comer, así que podemos dedicar nuestra energía mental a inventar desde arpones y sistemas de riego hasta aviones y videojuegos.
El proceso para la formación y consolidación de un hábito en nuestro cerebro es un bucle de tres pasos. Primero está la señal, el detonante que informa a nuestro cerebro que puede poner el piloto automático y el hábito que ha de usar. Luego está la rutina, que puede ser física, mental o emocional. Por último está la recompensa, que ayuda a nuestro cerebro a decidir si vale la pena recordar en el futuro este bucle en particular. Con el tiempo, este bucle —señal, rutina, recompensa— se va volviendo más y más automático. La señal y la recompensa se superponen hasta que surge un fuerte sentimiento de expectación y deseo. Al final, se acaba formando un hábito. Los hábitos no son el destino. Los hábitos se pueden ignorar, cambiar o sustituir. Pero la razón por la que el descubrimiento del bucle del hábito es tan importante es porque revela una verdad básica: cuando emerge un hábito, el cerebro deja de participar plenamente en la toma de decisiones. Ya no trabaja tanto ni desvía su atención hacia otras tareas. Salvo que combatas deliberadamente un hábito —a menos que encuentres nuevas rutinas— el patrón se activará de manera automática. Sin embargo, el mero hecho de comprender cómo actúan los hábitos —aprender la estructura del bucle del hábito— hace más fácil controlarlos. Cuando fragmentamos un hábito en sus componentes, podemos aprender cómo modificarlo.

Según Ann Graybiel, investigadora del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts): "Los hábitos nunca llegan a desaparecer. Quedan grabados en las estructuras de nuestro cerebro, lo cual es una gran ventaja para nosotros, porque sería terrible que después de cada vacación tuviéramos que aprender a conducir de nuevo. El problema radica en que el cerebro no diferencia entre los buenos y los malos hábitos; por eso, si tienes uno malo, siempre te estará acechando, esperando la señal y la recompensa". Esto explica por qué nos cuesta tanto crear hábitos para hacer ejercicio, por ejemplo, o cambiar nuestra forma de comer. Una vez que hemos desarrollado la rutina de sentarnos en el sillón, en vez de salir a correr, o la de comer cada vez que vemos una caja de donuts, esos patrones permanecerán en nuestra cabeza. Por la misma regla, si aprendemos a crear nuevas rutinas neurológicas que se impongan a esas conductas —si podemos controlar el bucle del hábito—, podremos conseguir que esas malas tendencias queden en un segundo plano. Si dibujamos el cerebro humano como si fuera una cebolla compuesta por diferentes capas celulares, las capas externas —las más cercanas al cuero cabelludo— suelen ser las más recientes desde una perspectiva evolutiva. Cuando se te ocurre un nuevo invento o te ríes con el chiste que te cuenta un amigo, son las partes externas del cerebro las que trabajan. Allí es donde tiene lugar el pensamiento más complejo. En la parte más profunda, cerca del tronco cerebral —donde el cerebro se une con la columna vertebral— se encuentran las estructuras más antiguas y primitivas. Controlan nuestras conductas automáticas, como la respiración y el tragar, o el sobresalto que experimentamos cuando aparece alguien detrás de un arbusto. Hacia el centro del cráneo hay una masa de tejido del tamaño de una pelota de golf que se parece a lo que encontraríamos en el interior de un pez, reptil o mamífero. Son los ganglios basales, un grupo de células de forma ovalada que, durante años, ha sido un gran desconocido para los científicos, salvo por algunas sospechas de que desempeñaba alguna función en enfermedades como el Parkinson. A principios de la década de los noventa, los investigadores del MIT empezaron a preguntarse si los ganglios basales también podían formar parte del proceso de la creación de hábitos y experimentaron en ratas empleando nuevas microtecnologías que les permitían observar con todo detalle lo que ocurría dentro de sus cabezas cuando realizaban docenas de rutinas. Sin los bucles del hábito, nuestro cerebro se cerraría, abrumado por las minucias de la vida cotidiana. Sin los ganglios basales, perdemos acceso a cientos de hábitos en los que confiamos a diario. Las personas cuyos ganglios basales están deteriorados debido a una lesión o enfermedad, suelen quedarse mentalmente paralizadas. Tienen problemas para realizar sus actividades básicas, como abrir una puerta o pensar qué van a comer. Esto son decisiones habituales, que no conllevan esfuerzo. Mientras los ganglios basales estén intactos, las señales permanecen activadas y la conducta se producirá sin pensarla. Asimismo, la dependencia del cerebro en las rutinas automáticas puede ser peligrosa. Los hábitos son tanto una bendición como una maldición. Porque los hábitos surgen sin pedirnos permiso.
Los científicos han estudiado los cerebros de los alcohólicos, fumadores y adictos a la comida, y han medido los cambios en su neurología —las estructuras de sus cerebros y la circulación de sustancias neuroquímicas dentro de su cerebro— a medida que se van instaurando los deseos. Dos investigadores de la universidad de Michigan escribieron que los hábitos especialmente fuertes producen reacciones similares a las adicciones, de modo que "desear se convierte en un ansia obsesiva" que puede obligar a nuestro cerebro a poner el piloto automático, "incluso ante la presencia de fuertes factores disuasorios como perder la reputación, el trabajo, el hogar y la familia". Sin embargo, estos deseos no tienen el control absoluto sobre nosotros. Existen mecanismos que pueden ayudarnos a no caer en las tentaciones. Pero, para superar el hábito, hemos de reconocer qué ansia está guiando nuestra conducta. Si no somos conscientes de ella, podemos acabar dominados por conductas que realizamos como si estuviéramos conducidos por una fuerza invisible.


La regla de oro para cambiar los hábitos.- Cuando nos propongamos cambiar un determinado hábito existe una regla de oro que todos los estudios han demostrado que es una de las herramientas más poderosas para generar cambios. Esta es la regla: si usamos la misma señal y proporcionamos la misma recompensa, podemos cambiar la rutina y cambiar el hábito. Casi todas las conductas se pueden transformar si la señal y la recompensa siguen siendo las mismas. La regla de oro ha funcionado en tratamientos contra el alcoholismo, la obesidad, los trastornos obsesivo-compulsivos y otros cientos de conductas destructivas, y comprenderla puede ayudar a cualquier persona a cambiar sus viejas costumbres (los intentos para dejar de picotear entre horas, por ejemplo, suelen fracasar a menos que una nueva rutina satisfaga las viejas señales y recompensas; una fumadora normalmente no puede dejar de fumar a menos que encuentre alguna actividad para reemplazar el tabaco cuando se activa su deseo de nicotina).

Preguntar a los pacientes qué es lo que desencadena su conducta habitual se denomina entrenamiento de conciencia y es el primer paso de un proceso llamado "entrenamiento de la inversión del hábito". Consiste en identificar las señales que provocan una rutina. Es posible que al principio no encontremos razones de por qué realizamos un determinado hábito nocivo, pero, si tratamos de buscarlas, es probable que acabemos por aclararlas. Por ejemplo, podemos pensar en qué situaciones típicas se produce ese hábito y después identificar qué sentimos después de este, que puede ser un estímulo físico. Entonces, cuando se produce la señal y también hemos identificado la recompensa, necesitamos desarrollar una "respuesta competitiva" que sustituya a la rutina. Podemos llevar un registro de los momentos en que se produce la señal a lo largo del día y, en cada momento, realizar la respuesta competitiva que sustituya a la antigua rutina. Las técnicas de la terapia de inversión de hábito ponen de manifiesto uno de los principios fundamentales de los hábitos: con frecuencia, no acabamos de entender las ansias que controlan nuestras conductas hasta que nos dedicamos a observarlas. Y aunque sea fácil describir el proceso de cambiar el hábito, no necesariamente lo es llevarlo a cabo. Es fácil suponer que el tabaco, el alcoholismo, comer en exceso u otros patrones arraigados se pueden cambiar sin un verdadero esfuerzo. Pero el verdadero cambio requiere trabajo y entender las ansias que nos conducen a esas conductas. Cambiar cualquier hábito requiere determinación.
Si identificas las señales y las recompensas, puedes cambiar la rutina. Al menos la mayoría de las veces. No obstante, para algunos hábitos, hace falta otro ingrediente: la convicción. En el caso de los alcohólicos, por ejemplo, aunque les ofrezcas a las personas mejores hábitos, eso no remedia la causa por la que empezaron a beber. Llega un momento en que tienen un mal día y ninguna rutina conseguirá que todo parezca que está bien. Lo que realmente puede cambiar las cosas es creer que pueden afrontar esa situación de estrés sin el alcohol. Para que los hábitos cambien de manera permanente, la gente ha de estar convencida de que el cambio es posible. Y cuando las personas se unen a grupos donde el cambio parece viable, el potencial para que este se produzca es más real.

Para las empresas, entender la ciencia del ansia es revolucionario. Existen docenas de rituales diarios que deberíamos realizar cada día y que jamás se convierten en hábitos porque, muchas veces, suele ser complicado averiguar cuáles son los deseos intensos que nos conducen a los hábitos. Algunas empresas, como los grandes almacenes Target, con el fin de seleccionar sus ofertas publicitarias, utilizan datos de clientes y generan algoritmos para predecir las compras de cientos de consumidores. Y son capaces incluso de llegar a descubrir, en función del registro de compra, qué clientas están embarazadas y qué ofertas deben enviarles. Porque todas las mujeres embarazadas que compran en Target suelen seguir unos hábitos de compra similares.

En la última década, nuestra comprensión sobre la neurología de los hábitos y el modo en que actúan los patrones en nuestras vidas, sociedades y organizaciones se ha ampliado de formas que jamás hubiéramos podido imaginar hace cincuenta años. Ahora sabemos por qué surgen los hábitos, cómo cambian y cuál es su mecánica de funcionamiento. Sabemos cómo desmenuzarlos en partes y reconstruirlos según nuestras especificaciones. Sabemos por qué la gente come menos, hace más ejercicio, es más eficiente en su trabajo y tiene una vida más saludable. Transformar un hábito no siempre es fácil o rápido. No siempre es sencillo. Pero es posible. Y ahora sabemos por qué.

Por desgracia, no existe una serie de pasos específicos que nos garantice que a todos nos funcionará. Sabemos que un hábito no se puede erradicar; sencillamente, se ha de sustituir. Y sabemos que los hábitos son más maleables cuando se aplica la regla de oro para cambiar los hábitos: mantener la misma señal y la misma recompensa, e insertar una nueva rutina. Pero eso no basta. Para que el hábito se afiance, hemos de creer que el cambio es posible. Normalmente, esa creencia solo surge con la ayuda de un grupo.

Sabemos que el cambio es posible. Los alcohólicos pueden dejar de beber. Los fumadores pueden dejar de fumar. Los eternos perdedores pueden llegar a ser campeones. Puedes dejar de morderte las uñas o de picotear en el trabajo, de gritar a tus hijos, de pasarte la noche en vela o de preocuparte por cosas pequeñas. Y tal como han descubierto los científicos, no solo cambian las vidas de las personas cuando se ocupan de sus hábitos. También las empresas, organizaciones y comunidades pueden hacerlo.

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