
La mayor
parte de las decisiones que tomamos a diario pueden parecernos producto de una
forma reflexiva de tomar decisiones, pero no es así. Son hábitos. Y aunque cada
hábito no tiene mucha importancia en sí mismo, con el tiempo, las comidas que
pedimos, lo que decimos a nuestros hijos cada noche, si ahorramos o gastamos,
la frecuencia con que hacemos ejercicio y el modo en que organizamos nuestros
pensamientos y rutinas de trabajo tienen un profundo impacto en nuestra salud,
productividad, seguridad económica y felicidad. Los hábitos empiezan sin que
nos demos cuenta, se instalan inadvertidamente y para cuando queremos librarnos
de ellos se han convertido en rutinas inamovibles. A veces surgen de un gesto
cotidiano, como la sensación de relax que sentimos al llegar a casa y encender
la tele. En ocasiones, se trata de hábitos inducidos, como usar dentífrico para
cepillarse los dientes o utilizar ambientador. Decidido a desentrañar la
psicología y la neurología de nuestros hábitos más arraigados, Charles Duhigg
recurre a los más recientes descubrimientos en materia cerebral para mostrar a
los lectores cómo llegar a dominar los resortes que definen nuestras
costumbres. El libro ofrece explicaciones sobre los hábitos, su formación y su
gestión en el ámbito personal, empresarial y de las sociedades.

El bucle
de habito.- Los hábitos, según los científicos, surgen porque el cerebro
siempre está buscando una forma de ahorrar esfuerzo. Si dejamos que utilice sus
mecanismos, el cerebro intentará convertir casi toda rutina en un hábito,
porque los hábitos le permiten descansar más a menudo. Este instinto de ahorrar
energía es una gran ventaja. Un cerebro eficiente nos permite dejar de pensar
constantemente en las conductas básicas, como caminar y decidir qué vamos a
comer, así que podemos dedicar nuestra energía mental a inventar desde arpones
y sistemas de riego hasta aviones y videojuegos.
El proceso para la formación y
consolidación de un hábito en nuestro cerebro es un bucle de tres pasos.
Primero está la señal, el detonante que
informa a nuestro cerebro que puede poner el piloto automático y el hábito que
ha de usar. Luego está la rutina, que puede ser
física, mental o emocional. Por último está la recompensa, que ayuda a
nuestro cerebro a decidir si vale la pena recordar en el futuro este bucle en
particular. Con el tiempo, este bucle —señal, rutina, recompensa— se va
volviendo más y más automático. La señal y la recompensa se superponen hasta
que surge un fuerte sentimiento de expectación y deseo. Al final, se acaba
formando un hábito. Los hábitos no son el destino.
Los hábitos se pueden ignorar, cambiar o sustituir. Pero la razón por la que el
descubrimiento del bucle del hábito es tan importante es porque revela una
verdad básica: cuando emerge un hábito, el cerebro deja de participar
plenamente en la toma de decisiones. Ya no trabaja tanto ni desvía su atención
hacia otras tareas. Salvo que combatas deliberadamente
un hábito —a menos que encuentres nuevas rutinas— el patrón se activará de
manera automática. Sin embargo, el mero hecho de comprender cómo actúan los
hábitos —aprender la estructura del bucle del hábito— hace más fácil
controlarlos. Cuando fragmentamos un hábito en sus componentes, podemos
aprender cómo modificarlo.

Según Ann Graybiel,
investigadora del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts): "Los
hábitos nunca llegan a desaparecer. Quedan grabados en las estructuras de
nuestro cerebro, lo cual es una gran ventaja para nosotros, porque sería
terrible que después de cada vacación tuviéramos que aprender a conducir de
nuevo. El problema radica en que el cerebro no diferencia entre los buenos y
los malos hábitos; por eso, si tienes uno malo, siempre te estará acechando,
esperando la señal y la recompensa". Esto explica por qué nos cuesta tanto
crear hábitos para hacer ejercicio, por ejemplo, o cambiar nuestra forma de
comer. Una vez que hemos desarrollado la rutina de sentarnos en el sillón, en
vez de salir a correr, o la de comer cada vez que vemos una caja de donuts,
esos patrones permanecerán en nuestra cabeza. Por la misma regla, si aprendemos
a crear nuevas rutinas neurológicas que se impongan a esas conductas —si
podemos controlar el bucle del hábito—, podremos conseguir que esas malas
tendencias queden en un segundo plano. Si dibujamos el cerebro humano
como si fuera una cebolla compuesta por diferentes capas celulares, las capas
externas —las más cercanas al cuero cabelludo— suelen ser las más recientes
desde una perspectiva evolutiva. Cuando se te ocurre un nuevo invento o te ríes
con el chiste que te cuenta un amigo, son las partes externas del cerebro las
que trabajan. Allí es donde tiene lugar el pensamiento más complejo. En la
parte más profunda, cerca del tronco cerebral —donde el cerebro se une con la
columna vertebral— se encuentran las estructuras más antiguas y primitivas.
Controlan nuestras conductas automáticas, como la respiración y el tragar, o el
sobresalto que experimentamos cuando aparece alguien detrás de un arbusto. Hacia el centro del cráneo hay
una masa de tejido del tamaño de una pelota de golf que se parece a lo que
encontraríamos en el interior de un pez, reptil o mamífero. Son los ganglios
basales, un grupo de células de forma ovalada que, durante años, ha sido un
gran desconocido para los científicos, salvo por algunas sospechas de que
desempeñaba alguna función en enfermedades como el Parkinson. A principios de
la década de los noventa, los investigadores del MIT empezaron a preguntarse si
los ganglios basales también podían formar parte del proceso de la creación de
hábitos y experimentaron en ratas empleando nuevas microtecnologías que les
permitían observar con todo detalle lo que ocurría dentro de sus cabezas cuando
realizaban docenas de rutinas. Sin los bucles del hábito,
nuestro cerebro se cerraría, abrumado por las minucias de la vida cotidiana.
Sin los ganglios basales, perdemos acceso a cientos de hábitos en los que
confiamos a diario. Las personas cuyos ganglios basales están deteriorados
debido a una lesión o enfermedad, suelen quedarse mentalmente paralizadas.
Tienen problemas para realizar sus actividades básicas, como abrir una puerta o
pensar qué van a comer. Esto son decisiones habituales, que no conllevan
esfuerzo. Mientras los ganglios basales estén intactos, las señales permanecen
activadas y la conducta se producirá sin pensarla. Asimismo, la dependencia del
cerebro en las rutinas automáticas puede ser peligrosa. Los hábitos son tanto
una bendición como una maldición. Porque los hábitos surgen sin pedirnos
permiso.

Los científicos han estudiado
los cerebros de los alcohólicos, fumadores y adictos a la comida, y han medido
los cambios en su neurología —las estructuras de sus cerebros y la circulación
de sustancias neuroquímicas dentro de su cerebro— a medida que se van
instaurando los deseos. Dos investigadores de la universidad de Michigan
escribieron que los hábitos especialmente fuertes producen reacciones similares
a las adicciones, de modo que "desear se convierte en un ansia obsesiva"
que puede obligar a nuestro cerebro a poner el piloto automático, "incluso
ante la presencia de fuertes factores disuasorios como perder la reputación, el
trabajo, el hogar y la familia". Sin embargo, estos deseos no tienen el
control absoluto sobre nosotros. Existen mecanismos que pueden ayudarnos a no
caer en las tentaciones. Pero, para superar el hábito, hemos de reconocer qué
ansia está guiando nuestra conducta. Si no somos conscientes de ella, podemos
acabar dominados por conductas que realizamos como si estuviéramos conducidos
por una fuerza invisible.

La regla
de oro para cambiar los hábitos.- Cuando nos propongamos
cambiar un determinado hábito existe una regla de oro que todos los estudios
han demostrado que es una de las herramientas más poderosas para generar
cambios. Esta es la regla: si usamos la misma señal y proporcionamos la misma
recompensa, podemos cambiar la rutina y cambiar el hábito. Casi todas las
conductas se pueden transformar si la señal y la recompensa siguen siendo las
mismas. La regla de oro ha funcionado en tratamientos contra el alcoholismo, la
obesidad, los trastornos obsesivo-compulsivos y otros cientos de conductas
destructivas, y comprenderla puede ayudar a cualquier persona a cambiar sus
viejas costumbres (los intentos para dejar de picotear entre horas, por
ejemplo, suelen fracasar a menos que una nueva rutina satisfaga las viejas
señales y recompensas; una fumadora normalmente no puede dejar de fumar a menos
que encuentre alguna actividad para reemplazar el tabaco cuando se activa su
deseo de nicotina).

Preguntar a los pacientes qué
es lo que desencadena su conducta habitual se denomina entrenamiento de
conciencia y es el primer paso de un proceso llamado "entrenamiento de la
inversión del hábito". Consiste en identificar las señales que provocan
una rutina. Es posible que al principio no encontremos razones de por qué
realizamos un determinado hábito nocivo, pero, si tratamos de buscarlas, es
probable que acabemos por aclararlas. Por ejemplo, podemos pensar en qué situaciones
típicas se produce ese hábito y después identificar qué sentimos después de
este, que puede ser un estímulo físico. Entonces, cuando se produce la señal y
también hemos identificado la recompensa, necesitamos desarrollar una
"respuesta competitiva" que sustituya a la rutina. Podemos llevar un
registro de los momentos en que se produce la señal a lo largo del día y, en
cada momento, realizar la respuesta competitiva que sustituya a la antigua
rutina. Las técnicas de la terapia de
inversión de hábito ponen de manifiesto uno de los principios fundamentales de
los hábitos: con frecuencia, no acabamos de entender las ansias que controlan
nuestras conductas hasta que nos dedicamos a observarlas. Y aunque sea fácil
describir el proceso de cambiar el hábito, no necesariamente lo es llevarlo a
cabo. Es fácil suponer que el tabaco, el alcoholismo, comer en exceso u otros
patrones arraigados se pueden cambiar sin un verdadero esfuerzo. Pero el
verdadero cambio requiere trabajo y entender las ansias que nos conducen a esas
conductas. Cambiar cualquier hábito requiere determinación.

Si identificas las señales y
las recompensas, puedes cambiar la rutina. Al menos la mayoría de las veces. No
obstante, para algunos hábitos, hace falta otro ingrediente: la convicción. En
el caso de los alcohólicos, por ejemplo, aunque les ofrezcas a las personas
mejores hábitos, eso no remedia la causa por la que empezaron a beber. Llega un
momento en que tienen un mal día y ninguna rutina conseguirá que todo parezca
que está bien. Lo que realmente puede cambiar las cosas es creer que pueden
afrontar esa situación de estrés sin el alcohol. Para que los hábitos cambien
de manera permanente, la gente ha de estar convencida de que el cambio es
posible. Y cuando las personas se unen a grupos donde el cambio parece viable,
el potencial para que este se produzca es más real.
Para las empresas, entender la
ciencia del ansia es revolucionario. Existen docenas de rituales diarios que deberíamos realizar cada
día y que jamás se convierten en hábitos porque, muchas veces, suele ser
complicado averiguar cuáles son los deseos intensos que nos conducen a los
hábitos. Algunas empresas, como los grandes almacenes Target, con el fin de
seleccionar sus ofertas publicitarias, utilizan datos de clientes y generan
algoritmos para predecir las compras de cientos de consumidores. Y son capaces
incluso de llegar a descubrir, en función del registro de compra, qué clientas
están embarazadas y qué ofertas deben enviarles. Porque todas las mujeres
embarazadas que compran en Target suelen seguir unos hábitos de compra
similares.
En la última década, nuestra
comprensión sobre la neurología de los hábitos y el modo en que actúan los
patrones en nuestras vidas, sociedades y organizaciones se ha ampliado de
formas que jamás hubiéramos podido imaginar hace cincuenta años. Ahora sabemos
por qué surgen los hábitos, cómo cambian y cuál es su mecánica de
funcionamiento. Sabemos cómo desmenuzarlos en partes y reconstruirlos según
nuestras especificaciones. Sabemos por qué la gente come menos, hace más
ejercicio, es más eficiente en su trabajo y tiene una vida más saludable.
Transformar un hábito no siempre es fácil o rápido. No siempre es sencillo.
Pero es posible. Y ahora sabemos por qué.
Por desgracia, no existe una
serie de pasos específicos que nos garantice que a todos nos funcionará.
Sabemos que un hábito no se puede erradicar; sencillamente, se ha de sustituir.
Y sabemos que los hábitos son más maleables cuando se aplica la regla de oro
para cambiar los hábitos: mantener la misma señal y la misma recompensa, e
insertar una nueva rutina. Pero eso no basta. Para que el hábito se afiance,
hemos de creer que el cambio es posible. Normalmente, esa creencia solo surge
con la ayuda de un grupo.
Sabemos que el cambio es posible. Los alcohólicos
pueden dejar de beber. Los fumadores pueden dejar de fumar. Los eternos
perdedores pueden llegar a ser campeones. Puedes dejar de morderte las uñas o
de picotear en el trabajo, de gritar a tus hijos, de pasarte la noche en vela o
de preocuparte por cosas pequeñas. Y tal como han descubierto los científicos,
no solo cambian las vidas de las personas cuando se ocupan de sus hábitos.
También las empresas, organizaciones y comunidades pueden hacerlo.